Llegaron las heladeras !
Es una mañana de verano de mediados de la década del ‘30 en la ciudad de Neuquén. No hay pronóstico del tiempo, pero los habitantes del pueblo saben que deben prepararse para una jornada que se anticipa extremada- mente calurosa.
En la capital viven aproximadamente 5.000 personas, la mayoría de las cuales fue llegando en los últimos años porque la promesa de la gran ciudad en el medio del de- sierto es más que tentadora.
De a poco, la urbanización le va ganando terreno a las bardas y a los lugares más fértiles de la zona ribereña. Las calles se van consolidando pese a los vientos, y los carros tirados a caballo se van mezclando cada vez más con la llegada de los primeros automóviles.
El pueblo crece tal como lo imaginaron los pioneros. Sin embargo, para lograr ciertos niveles de confort toda- vía falta mucho. El servicio de agua no alcanza porque las cañerías de red no llegan a todos los sectores y muchos dependen de un pozo (si la napa está cerca) o de la llegada del aguatero que proveerá lo mínimo y suficiente para pa- sar el día. La administración del recurso es vital tanto para el consumo como para el riego.
El calor comienza a sentirse cada vez más a medida que pasan las horas y crece la necesidad de hidratarse con algo fresco, aunque para lograrlo es necesario hacer un trámite más.
Algunos vecinos esperan el reparto de las barras de hie- lo; otros van hasta el único comercio que las vende. Las llevan en carros o cargándolas apurados en sus brazos para evitar que el calor les juegue una mala pasada. Se cruzan con otros y se saludan rápido; todos están en el mismo trajín y no hay tiempo que perder.
En el verano el hielo es un producto más que precia- do porque, además de garantizar la bebida fría, permite la conservación de carnes y otros alimentos perecederos. Por eso, durante las primeras horas de la mañana los vecinos aprovechan para salir, hacer las compras y refugiarse en sus viviendas. La tarde con el sol en lo más alto no es una opción.
En la calle San Martín al 630, dos emprendedores vie- ron que esa necesidad podría convertirse en un negocio y abrieron una fábrica de sodas y gaseosas (Alin-Co) donde además despachaban hielo, lejía y leña.
Toro y Taboada, tal los apellidos de los comerciantes, armaron un carro tirado por un caballo para hacer el re- parto a domicilio. Una o dos barras eran suficientes y aguantaban todo el día. Solo era necesario envolverlas en tela arpillera y colocarlas en las conservadoras de metal forradas en madera para disponer allí todos los alimen- tos y bebidas que necesitaban refrigeración. Una bandeja que debía vaciarse regularmente recogía el agua que se iba descongelando; con el correr de las horas se conver- tía además en otra forma de medir el tiempo, como una clepsidra, un reloj de agua activado con la precipitación lenta de pequeñas gotas. La misma rutina se repetía en los almacenes de ramos generales o en los bares, con con- servadoras más grandes alimentadas con barras de hielo. Había que acomodar prolijamente las bebidas, las carnes y los lácteos a la espera de los clientes.
La revista Por siempre Neuquén publicó hace ya varios años un breve artículo con la fotografía del carro de repar- to de hielo y bebidas que ilustra esta nota y los nombres de los emprendedores. Sin dudas, fueron los pioneros del “delivery” en La Confluencia.
No hace referencia a mayores detalles del tema, pero basta con imaginar un poco aquellos difíciles comienzos que tuvieron quienes eligieron a Neuquén como un lugar para vivir, con los veranos agobiantes, sin más sombras que la que ofrecían los árboles que todavía tenían grandes desafíos por delante, y con la frescura y el peligro que re- presentaban los ríos.
Fueron muchos veranos sacrificados los que tuvieron que soportar los habitantes del pueblo, hasta la llegada de un artefacto que les cambió la vida para siempre: parecía un mueble, pero que encerraba toda la magia y los miste- rios del frío y que además superaría a los que habían apa- recido recientemente y funcionaban a querosene.
Entre 1953 y 1954, una gran noticia revolucionó a la comunidad neuquina. Comenzaban a ofrecer las prime- ras heladeras eléctricas que ya se conocían a través de las publicidades que se difundían en las grandes ciudades. De esta manera se terminaban las viejas conservadoras de madera y el apuro de comprar las barras de hielo para mantener las bebidas frías o para extender la vida de los alimentos perecederos.
Las nuevas máquinas tenían autonomía, no necesita- ban más mantenimiento que la limpieza y sólo requerían una conexión eléctrica para poder funcionar. En su inte- rior contaban con anaqueles y una serie de bandejas para guardar los productos, inclusive un soporte con agujeros para colocar los huevos; arriba una pequeña puerta inter- na abría el espacio para el congelador.
El primer comercio que comenzó a venderlas fue Casa Gotlip, cuyo propietario, Abraham Gotlip, despachó en los primeros años miles de heladeras marca SIAM.
“Estos electrodomésticos transformaron los hogares de los neuquinos para siempre”, recordó Carlos -hijo del pio- nero-, que por aquellos años era un niño, pero mantiene el recuerdo del furor que despertó en el pueblo la venta de las heladeras.
Al local llegaban los clientes con tanta curiosidad como entusiasmo para mirar de cerca esas maravillas de la tec- nología. Abrían las puertas, observaban su interior, se asombraban con el pequeño depósito donde se fabricaba hielo... les costaba creer que aquel mueble de metal de color blanco y de formas redondeadas sería un punto de inflexión en sus vidas. ¿Quiénes los fabricaban? ¿Cómo lo hacían?
El desarrollo de la sigla no dice mucho. O si lo dice ya nadie lo recuerda. Pero la Sociedad Italiana de Amasado- ras Mecánicas (SIAM) fue la primera fábrica que constru- yó las heladeras de origen nacional en la Argentina.
La empresa, fundada en 1911 por Torcuato Di Tella y los hermanos Allegrucci, nació a partir de una necesidad: una ordenanza municipal que obligaba a las panaderías a tener amasadoras mecánicas pero los precios de los pro- ductos importados eran muy elevados. Así comenzaron a fabricar estos aparatos de manera exitosa y luego se lanza- ron a otros proyectos más ambiciosos como los automóviles (SIAM Di Tella), las motocicletas (Siambretta) y final- mente las heladeras para uso comercial y familiar que se fueron popularizando a lo largo de todo el país.
En un primer momento, estos artículos generaban cier- ta desconfianza entre los consumidores, acostumbrados a tener las antiguas cajas de madera alimentadas con barras de hielo, pero las comodidades de este electrodoméstico fueron más poderosas que cualquier duda o miedo.
Según un artículo del diario La Nación, de 1934 a 1938 la venta de heladeras creció de 480 a 5480 unidades anua- les. Para 1948, SIAM fabricaba 11 mil heladeras al año; una década más tarde, su productividad ascendió a 70 mil uni- dades anuales.
“Una heladera con capacidad racionalmente aprove- chada, diseño funcional, equipo súper probado. Una he- ladera que trabaja siempre, puntualmente, siempre; mien- tras usted ni se acuerda de que la tiene. Hasta que siente sed”, rezaba la publicidad de las heladeras SIAM en 1968.
La más popular de estas maravillas tecnológicas fue la que llamaban “Bolita”, por la esfera que tenía en el final de la manija que permitía abrir la puerta. Ese diseño fue el que llegó a Neuquén a mediados de la década del 50. Poco después vendrían otras marcas con modelos más modernos e innovadores y con nuevas prestaciones que años atrás nunca nadie hubiera imaginado.
La venta de hielo con las pesadas y salvadoras barras se mantendría en el tiempo, aunque para ocasiones espe- ciales y para grandes fiestas o acontecimientos. Pero que- darían en el recuerdo de los viejos como un testimonio de las épocas duras y difíciles; aquéllas en lo que todo costaba mucho, inclusive darse los gustos más simples como to- mar algo fresco durante los ardientes veranos neuquinos.